MÁS SOBRE TROMPOS, MESAS REDONDAS Y LUGARES PARA COMER SHAWARMA.
Herencia otomana en la cocina de la ciudad – 3ª parte.
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Esta entrada es continuación de una serie. Para Leer desde el inicio…
Recientemente, he visto la misma escena repetirse en dos lugares distintos. No se trata de una escena inusual, menos aún, en ciudades que son melting-pots, pero me llamaron la atención estas dos, en particular, pues tienen una conexión interesante con las comidas e ingredientes que exploro en esta serie.
La primera, es de Mo, la serie semi autobiográfica del comediante palestino Mo Amer, inspirada su vida como inmigrante en Houston, Texas —y su larga espera para obtener asilo:
Nazeer (palestino) y Aba (judío) discuten los conflictos del 47-48 entre sus pueblos, mientras se disputan una partida de backgammon en el hookah lounge del barrio…
Rabin, Arafat, ¿ya terminaron de grabar su podcast? Bromea Mo, quien llega a interrumpir sus “negociaciones de paz” para contarles que acaba de ser desempleado, a causa de su indefinida situación migratoria. Ambos personajes son, algo así, como consejeros del protagonista, cuyo padre murió torturado y asesinado —por error— años después de haber emigrado, primero, de Palestina a Kuwait (donde Mo nació y vivió los primeros años de su infancia) a causa de la ocupación sionista, y luego, de Kuwait a Estados Unidos, a raíz de la Guerra del Golfo Pérsico.
Mientras discute su situación, Mo se sirve un plato de hummus que prepara, como un pequeño ritual, a base de platitos con guarniciones que ordena por separado: pasta de hummus, garbanzos enteros, jugo de limón y un chorrito de aceite de oliva palestino, que lleva siempre en una botellita en el bolsillo trasero de su pantalón, como quién lleva una salsa picante…
Míra cómo prepara su hummus. Es tan peculiar. Un verdadero nativo. Mi corazón sonríe, dice Nazeer en árabe.
Ahora tienen un hummus en tacitas botaneras no está mal, contesta Aba para provocarlos (esto del hummus y el aceite de oliva, tómenlo como preámbulo, pues más adelante voy ahondar en esta y otras comidas e ingredientes icónicos, tanto de la cocina otomana, como de unión de ésta con la mexicana).
La segunda escena, es un poco más antigua que la primera y no es una actuación, sino parte de un documental sobre migración libanesa a México (que, no casualmente, sucede en uno de los lugares que recomiendo aquí):
Un grupo de hombres están sentados alrededor de la mesa de un restaurante, uno de ellos, se dirige a la cámara…
Yo estoy en esta mesa con tres libaneses y nosotros somos tres judíos y nos llevamos a toda madre. Todos nos dedicamos al comercio —comenta un segundo— y al comercio de telas. Fíjate nada más, qué coincidencia. El dueño de aquí es un musulmán libanés, agrega. Y nos da de comer a judíos y cristianos, concluye —entre risas— un tercer comensal.
Una de las razones por las que, más allá del permanente conflicto que domina nuestro imaginario, escenas como las últimas, donde judíos, cristianos y musulmanes —o gente de cualquier otra religión o cultura— conviven, comparten, ríen y discuten sus diferencias en paz, son más comunes de lo que parecen es, en parte, porque no son ajenas a la realidad histórica. Durante su etapa de esplendor, el Imperio Otomano fue así, una nación pluricultural, pacífica y fértil, donde, más allá de sus creencias, las personas podían sentarse en una manta en el campo, una tarde cualquiera, compartir un trozo de donner kebab enrollado en un pan con ghee y contar historias, cantar o recitar poemas —como este de Rumi, del que puse un fragmento en la entrada anterior y que aquí reproduzco completo, en honor a nuestro plato principal:
KEBAB QUEMADO
El año pasado, admiré los vinos. Este, estoy vagando dentro del mundo rojo.
El año pasado, miré el fuego. Este año soy kebab quemado.
La sed me llevó al agua donde bebí el reflejo de la luna.
Ahora soy un león mirando hacia arriba totalmente perdido en el amor con la cosa misma.
No hagas preguntas sobre el anhelo. Mírame a la cara.
Con el alma borracha y el cuerpo destrozado, estos dos se sientan impotentes en un vagón destrozado. Ninguno sabe cómo arreglarlo.
Y mi corazón, diría que era más como un burro hundido en un lodazal, luchando y mirando más profundo.
Pero escúchame: por un momento, deja de estar triste. Escucha bendiciones dejando caer sus flores
alrededor tuyo. Dios.
La cocina a la que, de forma generalizada conocemos como cocina árabe, llegó a México mayormente del Líbano (al menos en un inicio), pero trajo consigo la riqueza de un pueblo milenario que se extiende más allá de sus fronteras políticas y religiosas. La razones por las que esta cultura y su cocina fueron tan fácilmente acogidas por la mexicana, son varias. Pero, esas se las platico, una a una (antes de volver de lleno al tema de los trompos y los tacos) en la próxima entrada…
Por lo pronto, aquí les dejo tres clásicos árabes del DF con tres cualidades básicas en común: los tres están a muy pocas cuadras uno de otro, los tres son de larga tradición en esta ciudad (unos más antiguos que otros, pero igual de consentidos) y los tres sirven shawarma —que ha sido la técnica de cocina alrededor de la cual ha girado este ensayo hasta el momento— junto con otras de las que más adelante no solo voy hablar, sino también a cocinar y armar un mini recetario.
Ahora, volviendo al shawarma, es importante mencionar que, como había adelantado al inicio de este ensayo, una vez que esta técnica rotatoria de asar carne llega a México, la noción del tiempo y el orden de los factores, se pierden. Pues, aunque la relación, tanto del taco árabe como del taco pastor con el shawarma es innegable, no hay registro de que —como en el mencionado caso de la ciudad de Berlín y la adopción del döner kebab— antes de la invención del taco árabe, haya existido una versión de shawarma más fiel al original, pero sí después.
Aquí, el sentido del tiempo se enreda un poquito más porque, a pesar de que, dos de los lugares que presento aquí son anteriores a la existencia del taco al pastor (por un par de décadas, al menos), la inclusión del shawarma en sus cartas, no sólo es más reciente, además no es shawarma en el fiel sentido de la palabra. Es decir, aunque las tres opciones de lugares sirven el shawama con su acompañantes comunes —el infaltable pan de pita, las verduras frescas, la salsita de ajo y las especias— la carne no está cocinada en un asador giratorio, como la traducción del nombre “shawarma” lo implica. En dos de los casos, la textura de la carne es más parecida a la de un shish kebab y el el tercero, es más como una carne asada u horneada. Lo cuál, tomando en cuenta que México no es un país ajeno a la tecnología del trompo, resulta una decisión curiosa. Si tienen alguna teoría al respecto, bienvenida…
Para seguir leyendo este ensayo…
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