Encuentros inesperados, conexiones profundas: del pastor al maqluba.
Travesía culinaria entre México y Palestina.

A diferencia de las personas, los alimentos no mienten. Aprender a leerlos es una herramienta poderosa para comprender el mundo en que vivimos sin narrativas impuestas. Pero para ello, es necesario rendirse ante su guía: dejar que nos revelen el camino y descifrar su lenguaje, paso a paso, usando la intuición y los sentidos.
En mi caso, el viaje que inicié en mi hermosa ciudad natal con el taco al pastor me llevó al shawarma, el shawarma a Khorasan (hoy Afganistán) —en tiempos de Mahmud de Ghazni— donde por primera vez se documenta esta técnica de asado giratorio en una miniatura otomana de 1616. De ahí, con un botecito de tahina en el morral, salté al Levante en busca de humus y aterricé en su corazón, la Vieja Jerusalén, en Lina Café (la mejor humusería de la región, según algunos locales), donde se sirve una popular versión de esta otra joya milenaria cuyo ingrediente secreto es nada más y nada menos que el chile verde.
Finalmente, el chile verde me llevó a Gaza, donde, para mi sorpresa, la inclusión de este ingrediente de origen mesoamericano no es un caso singular, sino una costumbre generalizada —como describe Leila El-Haddad en su maravilloso libro The Gaza Kitchen:
How Gazans developed this love affair with the chile pepper is a culinary mystery for the ages. Whereas Lebanese cooks tolerate no spicy heat at all and cooks from other parts of Palestine and the greater region use spice in moderation, Gazan cooks (specifically those from Gaza City itself, as opposed to rural areas) make you sweat, whether using a local variety of fresh hot green chile peppers —generally crushed in a mortar with lemon and salt—or else ground red chile peppers conserved in oil and sold as a condiment and ingredient called filfil mat’hoon.
El chile, como agrega El-Haddad, no solo es apreciado en Gaza por su sabor, también —debido a su facilidad de producción, bajo precio y alto contenido en vitaminas y minerales— juega un papel nutricional importante, especialmente en comunidades de bajos recursos, donde incluso está presente en los desayunos escolares en forma de sándwich de filfil mat’hoon.
Este inusual apego de la gente de Gaza por el picante fue lo primero que jaló mi atención a esta cocina levantina en particular, no solo por razones gustativas, también porque esta cualidad es un claro ejemplo de los códigos compartidos entre culturas geográficamente distantes en los que hice hincapié en mi entrada pasada. Es decir, en Gaza como en México, sin importar los kilómetros que nos separan, el chile no solo es un condimento, también es un símbolo de resistencia.
Mi primer acercamiento a la cocina gazatí —aún antes de conocer el libro de El-Haddad (gracias a este episodio de Parts Unknown de Anthony Bourdain)— fue a través de un vlog de Easy Arabic, donde la hoy premiada periodista palestina Bisan Owda le pregunta a personas que hoy no sabemos si siguen con vida, en las calles de una Gaza que hoy está en ruinas, sobre los platos que consideran representativos de su cultura. A partir de sus respuestas, hice una lista de las recetas que más se repetían y reproduje algunas de estas en diversas entradas de este newsletter con el apoyo teórico tanto del libro de Leila El-Haddad como de otros libros y materiales en línea (como este video sobre la preparación del Maftul).
Recrear estas recetas y conocer sus historias solo hizo más evidente para mí la correspondencia de valores ancestrales entre la gastronomía gazatí y la mexicana —por herencia de sus culturas madre, la mesoamericana y la cananea— y lo admirable que es que ambas hayan logrado preservar estas prácticas a pesar de siglos de dominación colonial.
Con valores ancestrales me refiero, en específico, a tres pilares fundamentales que se repiten entre estas dos gastronomías —y que seguiré analizando de manera individual en mis siguientes entradas: su relación con la madre tierra, donde el cultivo no es solo producción, sino arraigo y resistencia; la cocina al aire libre y la comida callejera, que reflejan el acceso democrático a la buena comida y el espacio compartido como parte esencial de la vida cotidiana; y finalmente, la dimensión ritual y sanadora de los alimentos, donde cocinar y comer no son solo actos biológicos, sino formas de conexión, memoria y sanación.
Si en un inicio lo que me atrajo a la cocina palestina fue su amor compartido con la nuestra por el picante, lo que me hizo quedarme en ella fue su capacidad de entender los alimentos como algo más que una mercancía —en especial en estos tiempos en que las culturas “dominantes” se enfocan mayormente en los placeres transaccionales y la gratificación instantánea. Un detalle al respecto que inmediatamente captó mi atención en el vlog de Easy Arabic de Bisan fue la distinción que algunas personas hacían entre los platos que se sirven en ocasiones felices y aquellos que se reservan para momentos tristes. Más allá de un simple listado de recetas, esta categorización era como una especie de mapa emocional, un lenguaje simbólico donde la comida refleja los altibajos de la vida y la relación de las personas con su entorno.
Irónicamente, esa Gaza que aparece en las imágenes —esa Gaza que tan generosamente nos comparte sus tradiciones culinarias frente a la cámara— hoy ya no existe. Este hecho marcó un antes y un después en mi investigación.
Cuando escribí el último post antes de mi larga pausa en este boletín —el 4 de septiembre de 2023— titulado Chile y Limón: A Love Letter to Palestinian Cuisine— no ignoraba los 77 años de ocupación sionista en dicha nación (si quieren un buen documento cinematográfico sobre el trágico suceso que dio inicio a esta lastre —conocido como Nakba— les recomiendo ver Farha, y si aún no entienden la diferencia entre judaísmo y sionismo, les recomiendo este y este video, y esta entrevista). Aquí un breve resumen, porque nunca está de más una actualización:
Hasta principios del siglo XX, Palestina era un territorio donde musulmanes, cristianos y judíos convivían en paz, hasta la caída del Imperio Otomano. Tras la Primera Guerra Mundial, el Reino Unido tomó control del territorio y, con la Declaración Balfour (1917), apoyó la creación de un "hogar nacional judío" sin consultar a la población palestina, que representaba más del 90% de los habitantes. En 1947, la ONU aprobó un plan de partición que otorgó el 55% del territorio a un estado judío y el 45% a un estado árabe, pero los palestinos lo rechazaron por ser impuesto sin su consentimiento. En 1948, con la proclamación del Estado de Israel, comenzó la Nakba (la catástrofe): más de 750,000 palestinos fueron expulsados de sus hogares, 500 aldeas fueron destruidas y al menos 15,000 personas fueron asesinadas en ataques sistemáticos, como la masacre de Deir Yassin. En 1967, Israel ocupó Cisjordania, Jerusalén Este y Gaza, imponiendo un régimen de control que persiste hasta hoy. Gaza lleva 17 años bajo un bloqueo total, con restricciones extremas al acceso de bienes esenciales.
A lo largo de estos 77 años, la ocupación ha significado desplazamientos forzados, confiscación de tierras, represión sistemática, encarcelamiento de presos políticos, asesinatos e impunidad total por parte del gobierno de Israel [No Other Land, el documental premiado recientemente en los Óscares es un valioso testimonio contemporáneo de esta situación].
Hasta ese 4 de septiembre, tampoco estaba desinformada sobre el escalamiento de violencia en la región a partir de la vuelta al poder de Benjamin Netanyahu. Pero el terror que se desató tan solo 33 días después —y que se reanudó hace poco más de una semana— supera el alcance de cualquier predicción.
Esta entrada y las tres siguientes son un intento por reconstruir el precipicio que se abrió entre mi último post del 4 de septiembre y el presente, de darle un poco de sentido a la psicosis global que estamos viviendo (incluyendo el estado de la violencia en México, que sin duda no quedará fuera de este análisis). También es una forma —desde mi propia trinchera, que es la cocina— de poner un granito de azúcar para ayudar a abrir conciencia y despertar empatía hacia la causa de este pueblo que, a través de su maravillosa cocina, me tocó el corazón, y cuya resistencia frente al exterminio me abrió los ojos y transformó mi percepción del mundo para siempre.
Como dice el rapero Macklemore en este discurso, que expresa mi sentir de los últimos 16 meses:
I want to live in a world where standing up against genocide isn’t brave it’s human.
Estos meses de investigación sobre la cocina palestina no solo me conecté, a través de redes sociales y otros medios, con el trabajo de periodistas, documentalistas, intelectuales, artistas de todos los ámbitos, activistas, cocineras y cocineros palestinos, sino que también hice amistad con personas que están en Gaza con sus familias en este momento, sobreviviendo a los bombardeos, los desplazamientos, la escasez de alimentos, el frío, la lluvia, la falta de un techo, una cama, agua limpia…
Como Rasmi, un joven estudiante originario de Khuza, en el sur de Gaza, que antes del genocidio estaba cursando la carrera de Tecnología Multimedia y Desarrollo Web en la Universidad Islámica de Gaza. Después de ser desplazados varias veces, Rasmi y su familia por fin pudieron regresar a su hogar durante el cese al fuego y, a pesar de encontrarlo en ruinas, tenían esperanza de poder reconstruirlo. Pero esa esperanza murió hace unos días, en cuanto se reanudaron los bombardeos y los militares israelíes volvieron a echar a Rasmi y su familia de sus tierras, prohibiéndoles regresar. En estos momentos, Rasmi está juntando dinero no solo para comer —los alimentos son escasos y los precios desorbitantes—, sino también para pagar la gasolina de su transportación a una zona más “segura” (si es que algo así existe en Gaza).
Aquí les dejo su cuenta de PayPal, cualquier ayuda es buena.

O como Sohad, que es mamá y cocinera como yo y, antes del genocidio, tenía su propia marca de conservas y compartía recetas en redes sociales. Antes de ser desplazada y de que su hogar fuera bombardeado, Sohad tenía lo que consideraba perfecto y feliz junto a su hija, sus tres hijos y su esposo al norte de Gaza, en Abu Mazen. Durante el cese al fuego, Sohad también tuvo la oportunidad de regresar a su hogar y, a pesar de que solo queda el cascarón de éste, ella está dispuesta a quedarse, reconstruirlo poco a poco y devolverle un poco de normalidad a las vidas de Rehab, Muhammad, Taim y Adam, junto a su esposo, Saed.
Aquí les dejo un link a su cuenta de Chuffed, para ayudarla a sustentar las necesidades básicas de su familia mientras no tienen otro medio para generar ingresos.