Antes de concluir con la serie de cocina otomana de las semanas anteriores (con más recetas deliciosas y un round up de ligas a libros, pelis, videos y música que me inspiraron o usé de referencia a lo largo del recorrido) y saltar el charco de regreso a territorio mexica para entrar de lleno en materia de tacos y trompos —quiero hacer una pequeña pausa— porque luego se me amontonan las cosas padres que hago, veo o como en el día a día, y se me pasa platicárselas…
Esta primera mitad del año ha estado especialmente agitada para mí, no sólo porque lo empecé cambiándome casa —junto con otras peripecias que se unieron a este hecho y que otro día con más calma y un mezcalito, les cuento— también porque con este nuevo hogar —y su inmejorable ubicación y comunidad de vecinas y vecinos— llegaron a mí, de forma orgánica y bienvenida, nuevas actividades, nuevas personas y nueva comida.
Ahora, la comida no es lo único que tienen en común estas nuevas actividades, pero, sin duda, es el mejor pretexto para nutrir otros aspectos importantes de la vida. Es decir, en estos tiempos de aislamiento tecnológico y pospandemia, la mesa y la cocina se presentan —quizá, más que nunca— como espacios idóneos para reconstruir y fortalecer nuestros vínculos con otras personas y con la naturaleza —que es el principio y fin de todo lo que comemos.
Asimismo, la comida es una guía insuperable para penetrar las fauces de este monstruo de ciudad que es la Ciudad de México —que es bella y bestia a la vez— pero que al aprender a escucharla, reconocerla, navegarla y saborearla puede ser el mejor lugar del mundo para vivir, visitar o vivir visitando para siempre, como yo, que me siento como una eterna turista en ella, pues nunca falla en dejarme con la boca abierta (y la panza feliz).
Estos nuevos quehaceres a las que me refiero —que toman la forma de caminatas (y otras actividades al aire libre que involucran comida), talleres y coaching de cocina del-mercado-a-la-mesa— se presentaron a mí de forma tan espontánea, que, en lugar de ponerme diseñar un plan muy estructurado y definido para cada cosa (y, apoyándome en otros cursos y actividades similares que había realizado en el pasado), me concentré, más bien, en escuchar, observar y entender qué es —en el fondo— lo que las personas buscan llevarse de estas experiencias.
En otras palabras, más allá del gusto por conocer y probar la comida de la ciudad, una persona puede tener una inquietud más profunda de crear o recuperar un vínculo con la cultura mexicana —o simplemente— de conectarse con otras personas con intereses comunes. Detrás del deseo de mejorar sus habilidades culinarias —por otro lado— una persona puede tener una necesidad subyacente de cuidarse y comer de forma más inteligente (y aquí es importante hacer un paréntesis, pues, en este caso, comer de forma inteligente no significa ponerse a dieta, no, de lo que se trata, es de desarrollar un sentido común para tomar mejores decisiones sobre lo que comemos, y de entender, cómo estas decisiones no sólo afectan a nuestro cuerpo —y a nuestro bolsillo— sino también a nuestro entorno; de aprender a balancear los alimentos de forma intuitiva —sin necesidad de privarnos de las cosas que nos gustan—, y de desarrollar, junto con esto, las habilidades básicas necesarias para cocinar de manera eficiente y acorde con nuestra rutina diaria: desde las compras hasta que la comida está hermosamente servida en el plato).
En fin, lo que en el fondo une a estas actividades y a quienes se interesan por éstas, más allá del gusto por la comida —al menos, en mi experiencia— es una necesidad fundamental de sentirse bien consigo mismas y con el mundo que les rodea; de celebrar la vida, de crear lazos significativos con otras personas, de conectarse con otras tradiciones, culturas y creencias; de energizarse, cuidarse, apapacharse y acercarse a la naturaleza con conciencia y con respeto. En pocas palabras: de fluir.
Esta última, fue justo la palabra que usó al teléfono mi amiga Sandra de San Francisco, California —que es ejecutiva en el mundo de la tecnología— unos días antes de viajar a la Ciudad de México, cuando le pregunté si había algún lugar en particular al que quería ir: I’m going with the flow, contestó —e inmediatamente la sume a una clase de mole (con desayuno y visitas a expendios y molinos incluidas) que tenía al día siguiente con Flavio de Forno da Milvio (si van a Roma, no dejen de ir a su lugar, está en el corazón de la ciudad —a unos pasos del Coliseo— y, entre otras cosas deliciosas, es famoso por su pizza estilo romana, delgadita y ligeramente crujiente). De ahí en adelante, así fue, todo fluyó. Nuestro plan fue no tener un plan, y sin embargo, cada paso que dimos, cada trago, cada bocado y cada entorno, fueron perfectos.
Partiendo de esta filosofía, y usando estas experiencias como trabajo de campo, me puse a pensar en qué cosas, hábitos o rituales —alrededor de la comida— les puedo compartir aquí, que me sirvan a mí para estar en flow, o eso, que, como bien dice Carol G, no está a la venta y que lo que los expertos definen como el estado óptimo de conciencia en el que las personas nos sentimos y funcionamos mejor1 —dicho en palabras más simples— a aquellas rachitas productivas en que, después de chingarle un rato de forma consistente, las cosas empiezan a salirnos de maravilla, casi por arte de magia: las ideas nos brotan de corrido del cerebro al papel (a la compu, al lienzo, a la cazuela, a las cuerdas o cualquiera que sea su medio de producción) como un arroyo en época de lluvias, y nuestro cuerpo responde con agilidad y precisión a cada movimiento que damos, como si una voz interna, infalible, le estuviera dictando paso a paso qué hacer.
La mayoría de las personas —en especial, quienes nos dedicamos a labores que involucran creatividad o un alto desempeño físico— creamos —ya sea intuitivamente o por aprendizaje— trucos y rituales para entrar en este estado de conciencia; éstos pueden tomar distintas formas dependiendo las actividades que desempeñamos, pero en términos generales responden a ciertos principios básicos. Sandra, por ejemplo (que debo decir, es una persona súper energética y enfocada, como una Reina de Bastos), me compartió esta lista de conceptos y objetivos que repasa cada mañana y que, me parece, capturan perfectamente esta idea: silencio, gratitud, visualizar, hacer ejercicio, leer, escribir.
Yo, por ejemplo, tengo una rutina mañanera que he ido sistematizando a lo largo de los años: llueve, truene o relampaguee, me levanto súper temprano, alrededor de la 4:30 am (es a la hora que mejor funciona mi cerebro y el único momento del día en el que realmente podía escribir con calma teniendo dos niños pequeños, así que, hace mucho me acostumbré y la verdad es que ya ni me cuesta trabajo, así como tampoco me cuesta trabajo morirme en cuanto pongo la cabeza en la almohada —he de tener la conciencia muy limpia), voy al baño, tiendo la cama (no puedo pensar correctamente si no tiendo la cama, creo que era Virgina Woolf a quien se le atribuía ese síndrome ¿no?), pongo el café (para esto también tengo una pequeña sub rutina y —no es por nada— pero todas las personas que ha probado mi café me dicen que es el café más rico que han probado en toda su vida… Otro día les paso mi secreto), y, mientras hierve, hago un ejercicio llamado morning pages que adopté hace muchísimos años (aunque no siempre he practicado con la misma constancia, para ser sincera) de un libro que se llama The Artist’s Way (de Julia Cameron) que si no han leído y se dedican a alguna actividad creativa, se los súper recomiendo (el ejercicio consiste en hacer tres cuartillas de escritura automática cada mañana y es súper útil para descongestionar el cerebro); luego, me sirvo mi cafecito, hago alguna meditación de 5 o 10 minutos y me pongo a escribir como hasta las 10-11am, que empiezan el resto de mis actividades, dependiendo el día, pues de ahí en adelante —y tal vez, de ahí la importancia de esta pequeña rutina inalterable— no tengo un plan. Mis días no se parecen mucho unos a otros, pues —aunque siempre se mantienen dentro de los límites de la cocina y la escritura— mis actividades son muy diversas.
Y bien, más allá de esto, y evocando nuevamente a Woolf con la frase No se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha comido bien, en los siguientes días, les compartiré algunas reglas de oro relacionadas con comida (o llevadas a cabo en combinación con ésta) que me sirven a mí para sentirme mejor conmigo misma y ser menos peor ciudadana de este planeta.
La primera, tiene que ver con una de mis cosas favoritas que es salir de compras, y aquí les dejo esta canasta para que se vayan inspirando…