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Pienso en el gran relato de la historia. En cómo nos la cuentan. En toda la información prejuciada y manipulada. En los paradigmas que se eligen como banderas. En las guerras que se inventan. En los enemigos y terrores simulados. En todas las ficciones que se articulan para una sociedad. Un país. Una época. Pienso en cómo nuestras vidas son dirigidas por esas arbitrarias y hasta absurdas ficciones. Generaciones completas representando el guión que escribieron unos pocos y del cual no siempre tenemos conciencia. Repetimos ese argumento. Nos lo enseñan y lo enseñamos para seguir el camino al precipicio sin darnos cuenta. Somos incluso capaces de respetar y de defender ese guión. Podemos pasar vidas enteras siguiendo sus reglas, rebelándonos al cambio, dando vueltas en círculo, pisándonos la cola como ratones de laboratorio sin imaginar que hay otras realidades posibles.
—Nona Fernández, Voyager.
En el precipicio que se abrió entre el pasado y el presente de este boletín —sobre el que hablé en mi entrada anterior— el trompo aparece como elemento constante. Como si el tiempo se enredara sobre éste, transformándose a partir de los símbolos e influencias a su alrededor. Desordenado. Imparable. Pero siempre sobre un mismo eje. El trompo es equilibrio. Es döner, es shawarma y es pastor. Es México, es Berlín y es Gaza —junto con todas las entinas que las conforman y sus cocinas infinitas. Cocinas de resistencia, de memoria y de significado.
En un intento por recuperar aquellas cosas del pasado necesarias para reconstruir el presente, aquí unas cuantos hechos y reflexiones que se abren como círculos concéntricos a partir de una mismo eje: la comida. Esta síntesis no sólo mira hacia atrás para reconectar historias, sino que también establece el terreno para lo que vendrá en esta jícara de Atole calientito.
DEL DÖNER AL TROMPO
En la historia del la gastronomía, como en la historia misma, las narrativas dominantes han tejido visiones limitadas del mundo, aquellas que nos han llegado a través del poder de quienes controlan las palabras y los hechos. Los alimentos, sin embargo, nos hablan en otro lenguaje, uno que no puede ser manipulado.
Sobre carnes giratorias y apropiación cultural
Los platos brillantes —aquellos que trascienden— no se inventan de la noche a la mañana ni son resultado del genio individual, sino de la producción colectiva, horizontal.
(RL. “Tacos al Pastor”. Revista Fare, no. 14, 2024, México.)
Mi primer acercamiento al estudio de los espirales carnívoros, no fue directamente con el trompo de pastor, sino a partir de una reflexión sobre cocina mexicana y apropiación cultural.
Todo empezó con una entrevista al respecto que me hicieron en un podcast para el que también fue entrevistado el chef mexicano Enrique Olvera —creador del restaurante Pujol (con quien años atrás trabajé como directora de prensa y comunicación)— en un capítulo anterior. Sin querer, la respuesta de Olvera sobre el tema me lanzó en este espiral por el que felizmente sigo viajando, comiendo y aprendiendo (y, ocasionalmente, publicando textos, como el citado en esta entrada, que apareció en el número especial sobre la Ciudad de México de la revista Fare y está disponible en su sitio), pues parte de un malentendido común —junto con otras imprecisiones históricas. Aquí va la reproducción textual (Rao, Nita. Lost in México. Ep. 4 Chef Enrique Olvera on Cultural Appropriation, Oct. 2020, podcast.)…
NR.: Hay mucha gente que piensa que hay todos estos chefs no mexicanos viniendo a México, tomando las recetas de los locales y regresando a EU o cualquier otra parte del mundo y lucrando con esto… Hace muchos años dijiste que la idea de la apropiación cultural de la cocina era absurda. Explícame sobre esto.
EO: Bueno, los mexicanos son fantásticos en apropiación cultural ¿sabes? Hablemos del taco al pastor. Es un kebab libanés.
En primer lugar, el kebab —o, más específicamente, el döner kebab (pues kebab es el término general para describir diferentes tipos de ”carne asada” como el shish kebab, por mencionar uno)— no es libanés sino turco, la versión libanesa de este plato, al igual que la de otros países de lengua árabe, recibe el nombre de shawarma. De hecho, la primera adaptación de dicho plato en México —el taco árabe poblano (predecesor del taco al pastor)— no fue introducido por familias libanesas sino iraquíes.
Por otro lado, el taco al pastor no es un proceso de apropiación sino de asimilación cultural y —como dije en mi contraargumento sobre este asunto— si bien estos conceptos no son precisamente opuestos, sus significados corren en líneas perpendiculares. La diferencia radica en la dinámica del intercambio y el contexto de poder.
La asimilación es un proceso horizontal y colectivo que surge del encuentro entre comunidades sin imposiciones de poder: un grupo de migrantes de Medio Oriente trajeron el shawarma a México y la cultura local lo adoptó y transformó con sus propios ingredientes y técnicas, creando algo nuevo y compartido. Mientras la apropiación cultural ocurre en un contexto vertical y de desigualdad, cuando una cultura dominante toma elementos de una minoría marginada, muchas veces sin reconocimiento ni respeto, transformándolos en mercancía o vaciándolos de su significado original.
En México, la apropiación suele estar ligada a la clase dominante blanca/mestiza, que históricamente ha explotado prácticas indígenas o populares sin retribución ni contexto.
Mientras que la asimilación es un abrazo entre culturas, la apropiación es una relación de poder desigual.
Pero, esta historia de significados ocultos bajo narrativas dominantes tiene aún más capas, pues la asimilación del shawarma no fue el primer encuentro entre las tradiciones culinarias de Mesoamérica y las de Oriente Próximo.
El ajonjolí de todos los moles: vestigios de la cocina islámica en la mesoamericana
Los tacos al pastor estaban destinados a existir, sólo necesitaban un empujito extra que fue posible gracias a este afortunado intercambio entre culturas, una historia de diáspora con final feliz.
(RL. Tacos al Pastor. Revista Fare, no. 14, 2024, México.)
Cuando la tradición levántica de asar carne apilada en una varilla metálica giratoria se introdujo a México, el paladar local ya estaba listo para asimilar y reinterpretar este alimento como parte de su cultura, por varias razones. Primero, porque no fue a partir de las migraciones del Levante a México de finales del siglo XIX a mediados del XX, que se dio el primer encuentro culinario entre ambas tradiciones. Esto ya había sucedido 400 años antes, pero en un contexto y bajo una narrativa distinta: la del imperialismo europeo y la colonización. Es decir, una parte considerable de las influencias gastronómicas que asimilamos en México a través de las cocinas de los conventos católicos —presente en platos icónicos como los moles y los chiles en nogada, entre muchos otros— tienen origen el la cocina andalusí y, por consiguiente, en los ingredientes y técnicas de la cocina islámica.
Pero, más alla de los sabores y los métodos de preparación, existe, quizá, algo más profundo y ancestral que resuena entre ambas costumbres milenarias y esto tiene que ver con una correspondencia de códigos culturales en lo que respecta al ámbito de los alimentos y su relación con la naturaleza y el cosmos. Dos de estos pilares son el fuego y el territorio cultivado, ambos entendidos como agentes de transformación, orden y continuidad.

En la cosmovisión mesoamericana, el fuego era un vínculo sagrado entre lo humano y lo divino, presente en rituales como el Fuego Nuevo y en la figura de Xiuhtecuhtli, dios del calor y la renovación. Similarmente, en la tradición sasánida y otomana, la cocina al fuego simbolizaba la transmutación de la materia y la unión con lo espiritual. Rumi lo expresaba en un verso: Yo estaba crudo, me cociné y me quemé.
Por otro lado, el territorio cultivado era más que un espacio de producción; representaba un modelo de orden y equilibrio. En el mundo islámico, los jardines eran emblema del cosmos y la justicia, mientras que en Mesoamérica, la milpa encarnaba la interdependencia y el sustento colectivo. Esta visión de la naturaleza como eje de lo humano también se refleja en la manera en que ambas culturas ritualizan la comida: como ofrenda, celebración y acto de resistencia.
Cuando el shawarma llegó a México, no aterrizó en un terreno ajeno. Más que un simple giro culinario, su transformación en taco al pastor es un eco de estas afinidades ancestrales, donde el fuego sigue contando la historia y el alimento sigue siendo un puente entre mundos.
EL TROMPO AUSENTE: LO QUE VIENE PARA ATOLE NEWSLETTER
Investigar el origen del trompo me llevó al corazón de la cocina otomana y sus ecos en México, pero el camino no terminó ahí. En el proceso, descubrí algo inesperado: los sabores no solo viajaron de Medio Oriente a América, sino que también hicieron el camino de regreso. En la cocina palestina encontré paralelismos con la mexicana, especialmente en el uso del chile verde. En Palestina, como en México, el chile es más que un ingrediente: es identidad y resistencia frente al despojo. Pronto compartiré más sobre este cruce de caminos culinario, junto con una selección de recetas que ahora cobran una dimensión aún más profunda.
Pero si los sabores viajan, los trompos también. De vuelta en Berlín, donde el döner kebab reina y el shawarma se diversifica en versiones libanesas, sirias, egipcias y otras más por explorar, hay algo que me intriga: aquí los trompos están en todas partes, pero en las taquerías de pastor el trompo está ausente. Y sin trompo, un pastor no es pastor. ¿Por qué, en una ciudad donde convergen tantas cocinas de la diáspora, esta historia culinaria aún no ha encontrado su espacio? Mientras exploro otras expresiones regionales de la carne giratoria, seguiré buscando la razón de esta ausencia. Tal vez la respuesta no solo esté en la gastronomía, sino en las jerarquías invisibles que determinan qué historias se cuentan y cuáles siguen esperando su giro.