Cuando comencé este boletín, decidí escribirlo solo en inglés por tres razones básicas. Primero, porque Substack era una plataforma relativamente nueva y su comunidad era angloparlante casi en su totalidad. Segundo, porque, nos guste o no, el inglés es el idioma número uno de intercambio entre países y culturas, y, bajo esa lógica, me pareció más interesante compartir recetas, historias y perspectivas de una escritora-cocinera mexicana con personas de otras partes del mundo. Tercero, porque en ese entonces los traductores de inteligencia artificial no eran tan increíblemente precisos como lo son ahora (aunque empecé a traducir este boletín antes de la irrupción de ChatGPT), lo cual hace que cualquier tarea de traducción y edición sea hoy mucho más rápida y eficiente.
Todo esto para contarles que hace poco vi una serie de comida que —por todas las razones correctas— me trajo a la mente una de las primeras y más leídas entradas que publiqué en esa primera etapa —sólo en inglés— de Atole, y decidí traducirla (con una ligera reedición), pues más allá de mi rant original, no deja de ser importante poner el foco en lo que sigue invisibilizado, y que esta serie deja brillar con ligereza, ingenio y buen humor.
Esto último y más es Santas Garnachas (pues, aunque las historias de Street Food: México se sostienen por sí solas, la producción y —de manera particular— el guión de Santas Garnachas son superiores): la serie que me devolvió la fe en las series de cocina mexicana. Donde son los verdaderos expertos y expertas —y no un grupo selecto de “influencers” gastronómicos (como es el caso de Las crónicas del taco, entre otras series del estilo)— quienes opinan: la gente común.
Santas Garnachas es una celebración del ingenio culinario mexicano en toda su expresión; no sólo en términos de creación, técnica y sabor, sino también en cuanto al lenguaje popular y el cotorreo a su alrededor, siempre salpicado de regionalidades y chistes locales: que si con queso o sin queso, que si de harina o de maíz, que si verde o roja, que si frita o al comal, que si con aceite o con manteca… en fin.
Aunque la verdad es que no estoy del todo de acuerdo con la definición de “garnachas” que propone la serie —digamos que mi postura se inclina más hacia la de doña Azucena (ídola) o la de la Güera poblana (si no han visto la serie, ya las conocerán)—, en el sentido de que para mí cada cosa tiene su nombre. La única palabra que las engloba es “antojitos”. Y si acaso, siendo más abierta, creo que la grasa (preferentemente manteca de cerdo) y el maíz son elementos no negociables en la garnacha, que vendría siendo algo así como una subespecie de antojito con todo lo bueno y saludable de la naturaleza gastronómica mexicana, pero con un toquecito pecador. No es la comida de la abuelita —no es el apapacho casero—, sino el apapacho callejero: el placer culposo pero delicioso por el que nos trasladamos hasta donde sea.
No es que quiera encajonar las cosas —justo lo agradable de esta serie es que se abre a la interpretación y reconoce los límites geográficos y personales—, sino que me parece que existen ciertos campos semánticos que hay que intentar capturar para entendernos mejor. En el caso de las quesadillas, por ejemplo, estoy de acuerdo en que lleven —o no— queso, pues soy chilanga y, en el contexto de mi ciudad, llamarlas así es correcto. Como dije alguna vez en un escrito: una ciudad donde las quesadillas no llevan queso no es una necia, es una ciudad con imaginación. Asimismo, si ando por la tierra de mi padre (Oaxaca), acato sin chistar la norma de llamarles “empanadas” aunque no tengan pan —y me parezca aún más absurdo.
Creo que, por encima de cualquier definición, lo importante de Santas Garnachas es que, sin proponérselo, resalta los valores más intrínsecos y resilientes de nuestro pueblo: el trabajo en familia como núcleo de la economía —sin división ni jerarquías— donde el esfuerzo y los beneficios se enfocan hacia un bien común; el sentido de hospitalidad, la sencillez y calidez humanas, la humildad, el buen humor ante todo, el esfuerzo camotero que tarde o temprano da frutos y el amor por lo que hacemos como verdadera fuente de satisfacción. También porque pone en foco el auténtico ingenio mexicano: la creatividad nata, espontánea y sin pretensión, que nace de lugares tan comunes como un simple juego infantil y que pone ciudades y pueblos en el mapa, como San Antonio de las Alazanas, Tierra de Dinosaurios, o Rinconada, Veracruz, alias Garnachilandia.
Y, sobre todo, porque —a través de un ejemplo tan común y cotidiano como el de las mujeres que venden quesadillas y antojitos en las calles de la Ciudad de México (en este caso, Natalia y Guadalupe)— revela algo profundamente significativo: la relación inquebrantable entre nuestra cultura y el maíz. No es raro que la masa con la que preparan estas delicias venga de sus propias milpas, sembradas en zonas rurales de la Ciudad de México o sus alrededores. En tiempos donde lo “orgánico” se ha vuelto un lujo, y el debate sobre el maíz transgénico amenaza la riqueza de nuestras semillas nativas, resulta casi milagroso que esta tradición ancestral siga viva.
GARNACHAS ESTILO RINCONADA VERACRUZ
Acá mi humilde intento casero de reproducir las garnachas de doña Azucena de Garnachas Carolina en Rinconada, Veracruz. Y, más abajo, la lista de los lugares donde se comen todas las delicias arriba fotografiadas.
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